Biografía – II

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Conseguí la pasta para el amplificador trabajando para el hermano de Morato, un arquitecto. Sobre unos planos de papel cebolla nacidos de fotografías aéreas, reduje a cifras y rayas, con dos bolígrafos Bic Cristal, la improvisación chabolística que justificaba la revisión del catastro urbano de Camas; unos hechos de pico y palustre que Morato y yo contemplamos sobre el terreno pervertido de tal población, contando plantas de viviendas diseminadas, midiendo con una larguísima cinta, hablando de qué música podríamos hacer y, sobre todo, de cuál no. Chinarro es una negación. La que mi padre hizo con la cabeza al verme con la guitarra nueva. La que mi madre hizo en un alarde de hipocresía de mujer sumisa, pues me había regalado las dieciséis mil pesetas que no pudimos ahorrar Gelo y yo en todos los recreos del curso. Frente a las negaciones yo niego y reniego. Había que levantar un nuevo mundo, siquiera con un puto Bic.
El arquitecto me dio la enhorabuena por los planos. Chinarro tiene bastante público entre los arquitectos. Se trata de poner orden donde no lo hay. Es una labor de neuróticos. Demasiada gente quiere libertad, al menos vivir en un caos como el de Camas. Tirar los restos de hamburguesa al suelo, como Sergio Ramos en Aquí hay tomate. Mear en las esquinas. Poseer un pitbull. Perrear más que bailar. Ir al Conciertazo Amstel Fallas, con M Clan, Macaco y no sé quién. Fuego, eso quería yo.  Creer que Nerón era un gracioso. Arrojar la copa del Rey desde un descapotable importado de Londres.
El trabajo iba a ser duro. ¿Podríamos ser una banda de pop-rock, nosotros, tres nerds en toda regla, rodeados de orín, de tapias sin enlucir y vasos de plástico en la periferia de la ciudad que aún venera el fajín de Queipo de Llano? Béjar era menos nerd, por eso cuento hasta tres. De nuevo en el instituto (así me llamaban: El Nuevo) lo vi en una fiesta en la que se recaudaban fondos para viajar y echar los polvos tramados en los intersticios de los sistemas matemáticos o filosóficos; llevaba él la guitarra acústica a cuestas. Béjar era un Chinarro, pertenecía a una banda en fase cigótica en la que pronto fui el más charlatán (hablo mucho con la confianza que da un pequeño grupo de conocidos, todo lo que callo entre desconocidos), así que pude opinar: llevar la guitarra a donde estuvieran las chicas era precipitado. Las mujeres, esas grandes desconocidas. Nunca fui muy práctico en sociedad. Había crecido con tres hermanas de las que no sabía sino sus nombres. ¿Debí invertir en psicólogos en vez de en Musical Ortiz? ¿Debí desahogarme firmando paredes con spray? Lo dudo. Me harté de Martini hasta aborrecerlo. Encontré mi medicina. Hoy vomito si leo «Hay vermut». Más aún si pone «vermouth». Me pierdo esa costumbre madrileña de beberlo. Encerrarse en locales de ensayo, esa era la idea. No pasear guitarras. No pasear entre la gente. Demostrar que Camas y La feria de Abril eran payasadas indistintas. Que los rockeros eran bufones de voz ronca y nada de gracia que no querían pagar las copas ni los polvos, copias chuleadas del Mani Empanado, amateurs de medio pelo. Chinarro iba a poner orden, y si era uno nuevo, mejor. Los cuatro teníamos nuestro master en The Velvet Underground. En los ochenta, en la Sevilla que conocíamos, la camiseta del plátano era, si acaso, parte de una campaña en favor del turismo en las Islas Canarias. Como Béjar en el patio del Mateo Alemán, años después Belmonte se paseó disfrazado de tigre y con su bajo Höhner o imitación Mc Cartney a cuestas entre la poca gente que había ido a vernos a uno de esos bolos que Salvador Catalán empezó a organizar para la Universidad de Cádiz, con el obvio objetivo de entablar amistad con alegres gaditanas (el objetivo de Belmonte; el de Salvador aún se desconoce). También me molestó un poco aquello de aquel músico que en 1996 tocaba para mí. Chinarro es un fin, no un medio. Es el fin. Afortunadamente, en los ochenta no nos drogábamos ni nos disfrazábamos. Vino peleón y cerveza, no se necesitaba más (abandonado el Martini a la suerte de Italia).
Con las sesenta mil pesetas del catastro compré un amplificador de bajo Peavey. Dice J que ya no los fabrican porque son indestructibles. Es probable que aún funcione. No sé dónde acabó. El comunismo amateur habrá dado cuenta de él. Lo compré de bajo y no de guitarra para que Franco pudiera conectar su Squier coreano, que sonaba y se tocaba peor que el de Ventura. La fabricación en cadena de productos en países en vías de desarrollo acababa de comenzar, supongo, aunque aún era imposible sospechar que un amplificador sería parte de una app del mismo chisme en que escribo estas líneas, un aparato de moda y bastante inútil fabricado por amarillos humanoides tipo pollo suicida, no tanto por el color como por su incapacidad para sindicarse.
Morato se gastó 50000 pesetas en una cafetera ingobernable de enésima mano. Perdonen la interrupción, voy a abrir la batería del Garage Band y voy a tocar el redoble más descacharrante que se me ocurra.
Imagino que fue mediante una de aquellas revistas de anuncios como un cateto de Brenes le endilgó aquel trasto a Morato. Fuimos a Brenes en bicicleta, los cuatro. Morato, Franco, Béjar y yo. Como los Beatles por el paso de cebra, pero por carreteras comarcales. Vimos la batería y a Morato le pareció buena sin tocarla siquiera, como el que se casa sin echar un maldito polvo. Supongo que, como el Farfisa, el órgano que tocaba en Los Bastos, era magnífico por su solera, porque solo se fabricó en los la Italia de los sesenta (junto a la Vespa y Nerón, probablemente el triunvirato de productos italianos a reivindicar en las fiestas bunga-bunga), nuestro amigo zurdo imaginó que una batería abandonada en un cobertizo de casa de campo era algo así como una Dama de Elche a aporrear, y se hizo con ella.
Mis prisas por tocar, después de la buena experiencia con Los Sensibles (un concierto, un buen sonido: pleno al uno), me llevaron a tocar con Hébridas antes de que Los Chinarros/Sr. Chinarro tuviesen un local para ensayar (a decir verdad no recuerdo cuándo cambió el nombre, sí que con tal de no llamarnos Doctor nos habríamos puesto Rubor o Tractor or Whatever). Tampoco puedo explicar cómo Bate  y Los Diarreas mutaron de punks a popies con ínfulas de románticos, esto debería escribirlo el Bate o el Seli. Se acababan los ochenta, eso sería. Sandra Rubio aún no cantaba con ellos. Yo seguí haciendo para sus canciones mis arreglos imposibles. Fuimos a Ubrique a tocar. No sé cómo, apunté a Béjar como tercer guitarra de Los Hébridas. Él también tenía prisas por tocar. El concierto en Ubrique fue un desastre. Bebimos Doble W. Demasiadas uves. Dormí la mona en un hostal, en la misma cama que Juan A. Jiménez, el bajista de Los Hébridas. Años después… No, esto no lo cuento aún. Joder, contar mentiras es más fácil.
Un mal día discutimos y me dediqué por entero a mi grupo. Al parecer me habían dejado tocar con ellos por lástima. ¿Lástima? ¿Tan desesperado por tener un grupo se me veía? Puede. Deduzco que Los Chinarro teníamos por fin local. ¿La peluquería de la madre de Franco? ¿El garaje del adosado de mis padres cuando estos se iban a la playa? En ambos lugares hicimos nuestro jaleo indiscernible primigenio. El antro del Kapote y los Bastos, ya moribundos, era solo el lugar en que un punk más o menos aseado se follaba a una rubia guapísima. Béjar y yo no podíamos soportar la idea. Aún no existía el Youporn.
La caracola prefabricada en que ensayaban los Hébridas era una gentileza del municipio. Si hay algo difícil de compartir es, en mi opinión, lo regalado. Ellos hablaban ya de grabar maquetas. Paco Trilita tenía un fanzine y un estudio de grabación. Competir es bueno: me empeñé en tener repertorio propio antes que ellos. Los Hébridas fueron mi liebre. Yo correría como un galgo. Franco era torpe. Se esforzó lo que pudo. Pedir sentido del ritmo a quien no lo tiene es cruel, además de torpe: así fui. Morato, el zocato, con los tambores cruzados, parecía descoyuntarse a cada compás. Béjar tenía un Peavey de guitarra y una Telecaster que se acoplaban sin tregua. Solo cesaba el chirrido cuando faltaba a los ensayos. Estaba obsesionado con The Telescopes, un grupo olvidado con todo merecimiento. A veces él y yo, sin la estruendosa base rítmica, intentábamos encontrar secuencias de acordes y riffs de guitarra en los bajos de su adosado. Su madre le dijo un día que solo salía algo de música de los amplificadores cuando iba yo. A ella tuvo que perdonárselo. A mí creo que no. Escuchábamos mucho a B.A.L.L., el grupo de Kramer. Discos raros que descubríamos en Radio Aljarafe, una emisora que sintonizaba de niño a solas en la cocina del piso del Polígono de San Pablo en que crecí, en compañía del Casiotone calculadora que me reveló que era capaz de repetir como un loro habilidoso las infalibles melodías de las sintonías de los dibujos animados, y al calor de la guitarra de palo de la Primera Comunión y su agujero sacramental, con la que toqué casi siempre a lo Micachu and The shapes.

Eva Tovar, sola primero y con Blas Fernández después, programaba en Ventana Al Pop a todos los grupos españoles de los ochenta a través del receptor Sanyo monofónico del que apenas me separé, ya fuese en la cocina a la que llegaba la emisión desde el Aljarafe o en mi habitación, con las cintas que grababa de la radio, para sobrellevar los misterios de la pubertad, los de mis hermanas, los de mis padres, todos los misterios, todos los grupos españoles de los ochenta, siempre Eva Tovar en la radio de Tomares (un pueblo cercano a Camas, la acechante periferia de Sevilla). Las letras de los grupos iban directas a mi cerebro; muchas veces eran tonterías, otras justo lo que necesitaba escuchar como consuelo de un daño que no sabía si se había hecho o no; algunas veces la tontería precisa, el milagro. No eran solo Ilegales o Golpes Bajos o Radio Futura o La Dama Se Esconde, también SS20, Modas Clandestinas, Amor deMadre, Los Yacentes… Tantos y tantos grupos fracasados por la sencilla razón de que no hay gente para todo, diga lo que diga.
En 1985 di, en los Cuarenta Principales, con The Cure y The Smiths, mis Beatles y mis Stones. Aunque antes me habían gustado rarezas techno como Propaganda, Yazoo, Bronski Beat, Frankie Goes To Hollywood, Ultravox, The Human League o Depeche Mode, creo que sin The Cure y The Smiths no hubiese podido escuchar RU 648 de José Pardo o, más tarde, El trip de las cinco, los dos programas de Radio Aljarafe de música extranjera con los que, mirando por la ventana (al pop), me fui graduando en esta especialidad que acabaría dándome de comer, en la aplicación del arte de todas las bandas que harían las delicias de cualquier Primavera Sound, en la medida de las posibilidades de alguien que no tenía más conocimientos que los de su intuición y su libro fotocopiado (y esos apuntes que llenaban de cintas grabadas el cajón que mi madre quería llenar de sábanas viejas y agujereadas que nadie volvería a usar jamás, ni para disfrazarse).
A mediados de los noventa los políticos de Tomares ocuparon la emisora. Demasiado tarde: yo estaba ya fuera de ese juego.

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